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Ya perdí la cuenta de las veces que me han hecho esta pregunta y la verdad aún sigo sin respuesta. Solo puedo pensar en las tardes en el estadio junto a mi padre comiendo paleta de mora con leche, con esos días en los que por dos horas éramos él y yo solos viendo rodar el balón por la lastimada grama del Alfonso López.

“Si te portas bien vamos el domingo al estadio” esa era la frase que más me motivaba una semana cualquiera. De lunes a viernes solo podía pensar en el momento de subir la rampa de occidental y empezar a ver la cancha, esa donde había sentido desde la felicidad máxima hasta la frustración más grande, mientras mi papá solo sufría en silencio por verme pasar por todos los estados de ánimo que alguien pueda imaginar.

Empecé a seguir al Bucaramanga en el 98, cuando apenas tenía seis años, cuando era “un simple juego”, cuando el misil Restrepo comandaba el mediocampo y yo soñaba con tapar como Castañeda. Por mi edad, no dimensionaba lo que pasó esa temporada, recuerdo haber visto ese partido contra el Quindío que nos clasificó a la Copa Libertadores, sin entender lo que eso significaba.

En familia nos sentamos frente al televisor después del almuerzo con mi primera camisa del leopardo, que con los días se fue dañando por la calidad del estampado y por la cantidad de veces que la usaba, hubiera o no partido. El Fantasma (porque sí, es el fantasma y no el fantástico o los demás apodos que quisieron ponerle) convirtió ese gol que llenó de alegría cada esquina de mi ciudad.

Así crecí, sufriendo, porque para nadie es un secreto que han sido más las tristezas que las alegrías. Siempre me decían, incluso en Bucaramanga, ¿por qué es hincha de un equipo tan malo? Y contrario a lo que ellos creían, eso me llenaba más de orgullo por querer a mi ciudad, por llevar los colores que me recordaban a las tardes con mi padre y con mi abuelo, quien ya no iba al estadio por miedo a no soportar las rabietas que nos causaban los jugadores que se equivocaban, pero que nunca abandonó al equipo y lo seguía desde su radio negro de pilas D.

El sufrimiento llegó a su máximo ese maldito 14 de noviembre de 2008 cuando caímos en ese pozo inmundo de la segunda división. Ese lugar oscuro que te hace dudar de una pasión que has llevado en tu corazón desde que tienes uso de razón. Ver llorar a Sherman Cárdenas desconsolado en el hombro de Higuita y escuchar a Jotas Mantilla quebrarse en una transmisión en vivo rompe hasta al hincha más fuerte que pueda tener el Bucaramanga.

Desde ahí empezó una nueva etapa que solo se podía enfrentar como cualquier otro momento duro de la vida, levantándose, confiando en que tiempos mejores vendrían.

En 2010 dejé mi ciudad para estudiar en Bogotá, pero nunca dejé mi hogar. Dicen que el hogar siempre será donde esté tu corazón, y ese lugar era Bucaramanga. A pesar de que el equipo pasaba por uno de sus peores momentos, mis ratos de aburrimiento eran más llevaderos si pensaba en mis tardes en el Alfonso al lado de mi padre.

Durante esos horribles 7 años estuve en el estadio de la Universidad Nacional, en Zipaquirá, Facatativá, en Compensar de la 68 y, cada que iba a Bucaramanga, en el Alfonso. Me ilusionaba año a año con el regreso a primera que por fin llegaría en 2015.

A pesar de que eran momentos duros, siempre quedan los lindos recuerdos. Me acercó con amigos de la vida como Maria Laura, Juan David y otros que sentían eso mismo que yo y me acompañaban en esos estadios vacíos.

Sin embargo, yo lo sabía, desde esa goleada a Expreso Rojo supe que íbamos a regresar. El mismo Daniel Cataño me lo confirmó tras encontrármelo en el aeropuerto: “Pelao, guarde esa camisa que es la del ascenso” me dijo mientras terminaba de escribir su nombre en mi camiseta, y bueno, lo acepto, no me lo encontré. Yo estaba en El Dorado esperando a verlos, a ellos que me tenían lleno de ilusión con ver a mi equipo de nuevo en primera.

Lo demás es historia, fue una temporada perfecta. La victoria frente a América en Cali, el golazo que hizo Víctor Manuel Zapata le devolvieron la ilusión a esos 3.000 que siempre fueron, que se redujeron en un momento a tan solo 1.000 por la mala gestión de algunos gobernantes que hicieron campaña con la camisa auriverde, pero que nunca les importó el equipo.

Hoy, ya con casi 32 años, he pasado por todo lo malo que puede pasar un hincha, por eso ya solo queda la gloria. Ya solo quedan 180 minutos en los que toda una ciudad estará pendiente de que un balón entre en el arco rival la mayor cantidad de veces posibles al ritmo de las cumbias que mueven a una ciudad, esa, mi ciudad, a la que dejé físicamente hace 14 años, pero en la que siempre estará mi corazón, de la que siempre me sentiré parte.

Creo que lo que más feliz me hace, es ver a mi gente ilusionada, esa que sufrió lo mismo que yo, y que ahora llora de felicidad por lo que estamos viviendo. Déjense contagiar, como mi esposa Natalia se contagia cada domingo viendo como vivo cada partido y a quien le agradezco por entender esta pasión que nunca va a morir, y aceptarme que cada domingo nuestra rutina pare durante 90 minutos para ver a ese equipo que, a pesar de todo, me hace feliz.

Háganlo por esta ciudad, por estos colores, por esta pasión que sin títulos está en el estadio o frente a un televisor apoyándolos. Por el viejo Montanini, quien se enamoró de Bucaramanga, vivió allá hasta el último de sus días y asistió cada que pudo al Alfonso. Yo estaré ahí, como una de tantas tardes a pesar de vivir lejos.

Aún no tengo respuesta para esa pregunta de ¿por qué te genera eso? Y espero nunca tenerla, porque de eso se trata el amor, de no entender nada y dejarse llevar por el sentimiento.

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